Por un neurocirujano que ya no tiene ganas de enseñar
He dedicado años a la neurocirugía. Noches de guardia, decisiones difíciles, responsabilidades inmensas. Y también, durante mucho tiempo, he enseñado. He formado residentes con todo lo que sé —y más aún con todo lo que he vivido—.
Pero algo ha cambiado. Ya no tengo ganas de enseñar.
Y no es rabia. Es cansancio. Es desencanto.
Porque muchos de los que llegan no han elegido esta especialidad, sino que han caído en ella. Y se nota. En la falta de interés, en la distancia emocional, en esa forma de estar sin querer quedarse.
No los culpo. Al contrario: los entiendo.
No están dispuestos a sacrificarse como lo hicimos nosotros.
Nosotros tragamos guardias sin fin, salarios irrisorios, fines de semana en el hospital, años sin vida personal… seguramente por miedo y por el paro.
¿Y qué nos quedó? Un sistema que no corrigió la explotación, solo la institucionalizó.
Y ahora esperamos que ellos hagan lo mismo. No lo harán. Y no deberían hacerlo.
El residente de hoy no quiere ser un mártir con bata.
Quiere dignidad desde el principio. Quiere condiciones laborales humanas. Quiere salud mental. Quiere futuro.
Y lo comprendo. Pero mientras tanto, los que seguimos aquí, enseñando a quien no quiere aprender, operando al lado de quien ya sueña con irse, nos vamos apagando.
Porque enseñar sin transmisión es agotador. Y formar a quien solo está de paso duele.
Y encima —por si alguien lo había olvidado— si le dejo operar, el responsable sigo siendo yo.
Ni el tutor, ni el jefe de servicio, ni el político de turno. Yo.
El mismo que intenta transmitir oficio en medio de un sistema que ya no protege ni al que enseña ni al que aprende.
Esto no es una queja. Es una llamada de atención. Porque la vocación no debería ser una condena. Ni la formación un campo minado.